Por Manuel F. Herrador*
Medicina heroica. Así llaman algunos autores a la práctica general de la medicina hasta mediados del siglo XIX. Amputaciones, sangrados, aplicación de sustancias venenosas como el mercurio… En general, todo consistía en la aplicación de reglas estrictas, obtenidas en algunos casos de oscuros tratados a los que los médicos se aferraban de forma dogmática, exponiéndose al escarnio si se apartaban de la recta vía. En 1790 se empezaba a vislumbrar lo que sería la nueva medicina. James Linde había realizado el primer (y rudimentario) ensayo clínico para descubrir la influencia de los cítricos sobre el escorbuto. La vacuna de Jenner se aplicaba con todo éxito, y Balmis no tardaría en zarpar en compañía de veintidós pequeños héroes gallegos para dispersarla por el Nuevo Mundo.
Samuel Hahnemann, un médico de pueblo alemán preocupado por lo dañino de los poco efectivos tratamientos «heroicos», aprovecha este contexto iluminado de descubrimiento y crítica de la práctica mayoritaria para seguir un camino diferente, en busca de una medicina más amable. Por una parte, partiendo de la experiencia de las vacunas, que parecen usar la enfermedad para combatir la propia enfermedad, postula el principio de los similares: lo similar cura a lo similar. Por otra, reconociendo que ingerir una sustancia tóxica (obviamente) produce la enfermedad, postula el principio de los infinitésimos: para llegar a la curación, la sustancia ingerida tiene que estar muy diluida. Y cuanto más diluida, más «potente». Todo esto lo acompaña de un método que parte del contacto próximo con el paciente, con elaboración de historias médicas detalladas, y de una mitología basada en la dinamización de «fuerzas vitales» que se transmiten de las sustancias tóxicas al diluyente.
‘La sociedad informada empieza a rechazar lo que ya podemos denominar como fraude’
Han transcurrido más de 200 años. Hasta los aspectos más básicos del mundo de hoy serían irreconocible para Hahnemann. Hoy en día, crear desde cero un arte como el suyo sería impensable. Sabemos que las diluciones infinitesimales son absurdas, porque gracias aAvogadro conocemos el número de moléculas que hay en un recipiente. Sabemos que el principio de los similares, incluso en el caso de las vacunas, es una metáfora, porque somos conscientes de los mecanismos de acción de los microbios, de las sustancias tóxicas e incluso de nuestro propio genoma, que nos hacen enfermar.