Conspiraciones por el bien común

El republicano James Inhofe muestra una bola de nieve en el Senado de Estados Unidos como prueba de que el cambio climático no existe.
El republicano James Inhofe muestra una bola de nieve en el Senado de Estados Unidos como prueba de que el cambio climático no existe.

Por Joseph E. Uscinski.

Llevo unos diez años estudiando las teorías de la conspiración. Cuando empecé, no se me ocurrió que el tema llegaría a ser tan importante como ha llegado a ser en la actualidad, sobre todo, a partir de 2016. Me gustaría poder decir que tuve tanta visión de futuro como para prever que acabaría dominando el discurso político, pero no sería cierto. De hecho, me imaginaba que sucedería todo lo contrario: que las teorías de la conspiración irían en declive y perderían importancia con el tiempo. Los datos recopilados en colaboración con un colega sugerían que esa era la trayectoria en Estados Unidos desde la década de los 60, pero por desgracia esta recogida de datos se interrumpió en 2010 (Uscinski y Parent, 2014).

También me gustaría poder decir que la idea de estudiar las teorías de la conspiración se me ocurrió a mí. Lo cierto es que el crédito corresponde a mi colega. Mi campo de estudio, las ciencias políticas, no se cruzaba ni de lejos con el de las teorías de la conspiración hace diez años, y ninguna otra ciencia social las había investigado de manera exhaustiva. En ese momento, ni siquiera tenía muy claro qué íbamos a estudiar. Ahora puede que suene irónico, pero pensaba que las teorías de la conspiración no afectaban a la política, ni viceversa. De hecho, solo les había prestado atención a principios de la década de los 90, cuando se estrenó JFK: caso abierto, la película de Oliver Stone. Así que, cuando mi amigo y colega Joseph Parent trató de interesarme en el tema, pensé que estaba de broma. Habría preferido trabajar con él en algo más material, y mi primera intención fue decirle que no. Al pensar en retrospectiva, desde el punto de vista profesional, fue una suerte que no lo hiciera.

Cuando empecé a reunir la literatura existente sobre teorías de conspiración, descubrí que había muy poco material en el campo de las ciencias sociales. Se habían escrito algunos artículos, pero nunca se llegaron a emprender programas de investigación organizados e importantes. En psicología, había una agenda incipiente que comenzó alrededor de 2007: en Reino Unido, Karen Douglas y su equipo habían empezado a investigar el fenómeno de la creencia en teorías de la conspiración y publicaron algunos artículos muy reveladores (Douglas y Sutton, 2008). La mayor parte del trabajo era de naturaleza histórica y cultural, y una parte importante siguió los pasos de Richard Hofstadter en su visión original sobre las teorías de la conspiración (1964) o bien fue la respuesta a ellas (Butter y Knight, 2018). La falta de literatura en ciencias sociales apuntaba a un problema mucho mayor: no íbamos a tener datos ya recopilados en los que basarnos.

Para medir estas creencias, lo normal sería recurrir a encuestas. Se han hecho algunas a lo largo de las décadas con preguntas sobre la creencia en una o dos teorías de la conspiración, pero rara vez se repitieron o se realizaron de manera consistente. Las preguntas sobre la teoría de la conspiración en torno a JFK se han hecho durante tiempo suficiente como para hacernos una idea de cuántos estadounidenses creen en esa teoría en concreto, pero sería como basarnos en el precio de las acciones de General Motors para conocer el rendimiento del mercado bursátil. Nos hacían falta big data lo suficientemente big para poder generalizar. El primer trabajo de recopilación de datos duró tres años y consistió en el análisis de 120.000 cartas al director de The New York Times entre 1890 y 2010. Mis ayudantes leyeron todas en busca de las que defendían o refutaban una teoría de la conspiración, y luego clasificamos esas cartas según a quién se acusaba de esa conspiración. Este fue el primer intento de capturar la dinámica de las teorías conspiratorias a lo largo del tiempo de una manera sistemática. Al mismo tiempo, pusimos en marcha un proyecto de encuestas a nivel nacional que aún sigue en marcha.

Fotografía Polaroid del asesinato del presidente John F. Kennedy, tomada aproximadamente una sexta parte de segundo después del disparo mortal en la cabeza. Foto: Mary Ann Moorman.
Fotografía Polaroid del asesinato del presidente John F. Kennedy, tomada aproximadamente una sexta parte de segundo después del disparo mortal en la cabeza. Foto: Mary Ann Moorman.

Cuando analicé los datos, empezó a ser evidente que mis ideas iniciales sobre las teorías de la conspiración estaban desencaminadas. Las teorías de la conspiración no eran en absoluto un fenómeno marginal. Estaban presentes en todas las épocas que estudié, y mucha gente las daba crédito. Además, había numerosas teorías de la conspiración en las que la gente había creído en un momento u otro de la historia. ¿Sabías que Jimmy Carter fue una marioneta soviética? ¿O que la CIA intentó infiltrarse en el movimiento de liberación de la mujer con agentes lesbianas encubiertas? ¿O que el planeta lo dirige en realidad una especie interdimensional de híbridos entre personas y lagartos? Todos sabíamos de la existencia de teorías de la conspiración sobre JFK, el lugar de nacimiento de Obama, el 11 de septiembre y la llegada del hombre a la Luna, pero resulta que solo son la punta de un enorme iceberg. Descubrí, y a día de hoy sigo descubriendo, que el ser humano es capaz de inventar innumerables teorías de la conspiración.

Las encuestas apuntan a que todo el mundo cree en una o varias teorías de la conspiración. Por ejemplo, una encuesta nacional realizada por la Universidad Fairleigh Dickenson preguntó acerca de cuatro teorías conspirativas; el 63 % creía al menos una (Cassino y Jenkins, 2013). Eric Oliver y Thomas Wood, profesores de Ciencias Políticas, encuestaron a los estadounidenses sobre siete teorías de la conspiración y descubrieron que el 55 % creía en una o más (2014). Una amplia encuesta en Florida preguntó acerca de la creencia en nueve teorías conspirativas, con el resultado de que solo el 20 % de los consultados no creía en ninguna (Uscinski y Klofstad, 2018b). Hace años, una encuesta que se llevó a cabo en Nueva Jersey preguntó sobre la creencia en diez teorías conspirativas, y solo el 6 % de los encuestados no creían en ninguna (Goertzel, 1994).

Diferentes encuestas preguntan sobre diferentes teorías de la conspiración, pero, cuantas más incluyen en las indagaciones, más tiende a disminuir el número de personas que no creen en ninguna. Por lo tanto, no parece que se pueda decir que hay un nosotros que se resiste a todas las teorías de conspiración y un ellos que sucumbe. No cabe duda de que algunas personas creen en más teorías de la conspiración que otras, pero todas tienen cierta tendencia a ello, incluso si no quieren admitirlo.



La relevancia política de las teorías conspirativas ha sido lo más impactante para mí a medida que las he seguido estudiando. No solo aparecen en la política presidencial (la idea de que el presidente George W. Bush voló las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001 o de que el presidente Barack Obama falsificó su certificado de nacimiento para ocupar la presidencia), sino también en políticas tan variadas como las leyes locales de utilización del suelo, los programas de uso público de bicicletas, las políticas sobre los transgénicos y los planes de prevención de enfermedades (Avery, 2017; Hurley y Walker, 2004; Osher, 2010; Harmon, 2014). Las teorías de la conspiración también llevan a tomar decisiones personales erróneas, sobre todo en el tema de la salud (Jolley y Douglas, 2014), y son la causa de que hayan reaparecido enfermedades que creíamos erradicadas (Plait, 2013). Siguen desempeñando un papel importante en la justificación de la inacción sobre el cambio climático en Estados Unidos, lo que puede llevarnos a un desastre mundial (Uscinski y otros, 2017). Y las teorías de la conspiración no se limitan a Estados Unidos, sino que afectan a las políticas en el mundo entero: tenemos casos actuales en Polonia (Soral  y otros, 2018), Rusia (Yablokov, 2018), Turquía (Nefes, 2018), Oriente Medio (Nyhan y Zeitzoff, 2018), Europa (Drochon, 2018) y América Latina (Filer, 2018).

Donald Trump, durante una rueda de prensa en la Casa Blanca. Foto: Casa Blanca.
Donald Trump, durante una rueda de prensa en la Casa Blanca. Foto: Casa Blanca.

La eterna pregunta, por lo tanto, es: ¿por qué la gente cree en las teorías de conspiración? Se podría pensar que los teóricos de la conspiración, sobre todo los más comprometidos, tienen una psicopatología subyacente a sus creencias. Pero no parece ser el caso dado que muchísima gente cree en teorías de conspiración y la mayoría no padece ninguna enfermedad mental. Los psicólogos han identificado una serie de estados mentales, factores cognitivos y rasgos de personalidad que acompañan a la creencia en teorías conspirativas (Wood y Douglas, 2018), y muchos comparten la idea de que el pensamiento conspirativo impulsa las creencias en teorías de conspiración (Brotherton  y otros, 2013).

El pensamiento conspirativo es una visión del mundo generalizada que, en mayor o menor medida, lleva a los individuos a ver conspiraciones por todas partes (Uscinski y otros, 2016); se puede describir como un sesgo contra actores poderosos que no gustan (Imhoff y Bruder, 2013). Las personas con niveles más altos de pensamiento conspirativo tienden a creer en más teorías conspirativas que aquellos con niveles más bajos (Uscinski y Parent, 2014). El pensamiento conspirativo precede no solo a la creencia en teorías de la conspiración individuales, sino también a la conformidad con el consenso científico (Marietta y Barker, 2018). Se ha demostrado que las personas que muestran altos niveles de pensamiento conspirativo tienen más probabilidades de presentar una mezcla tóxica de características psicológicas (Douglas y otros, 2019): disposición a conspirar para lograr sus fines (Douglas y Sutton, 2011), aversión a las medidas de control de armas (Enders y Smallpage, 2016) y un alto nivel de aprobación de la violencia contra el gobierno (Uscinski y Parent, 2014, 98). El concepto de pensamiento conspirativo nos dice mucho, pero estos factores individuales no permiten por sí solos ver todo el panorama.

Si queremos una explicación más completa de por qué la gente cree que las teorías de la conspiración, no podemos olvidarnos del papel de los factores sociales y políticos, ni del clima en el que los medios y las élites transmiten información. Me sorprendió descubrir en mis encuestas que las personas con inclinaciones políticas de derecha e izquierda mostraban niveles iguales de pensamiento conspirativo, pero las que se identificaron como independientes o simpatizantes de un tercer partido mostraron niveles más altos (Uscinski y Parent, 2014). A pesar de las afirmaciones de muchos periodistas en sentido contrario, numerosos estudios muestran que los republicanos no son más susceptibles a las teorías conspirativas que los demócratas (por ejemplo, Oliver y Wood, 2014). Este descubrimiento suele irritar a las personas de la izquierda (Krugman, 2014, entre otros), pero el partidismo no es un predictor marcado de creencia ni cuando se trata de las teorías conspirativas más enloquecidas, (Tingley y Wagner, 2017; Uscinski y Klofstad, 2018a).

En cambio, el partidismo sí afecta a la hora de determinar qué teorías de la conspiración aceptará o rechazará cada persona: los demócratas que creen en las teorías de la conspiración tienden a pensar que los republicanos están conspirando contra ellos, y los republicanos que creen en las teorías de conspiración tienden a creer que los demócratas están conspirando contra ellos (Smallpage y otros, 2017). Lo mismo sucede con otras disposiciones: los cristianos y los musulmanes son más propensos que los judíos a creer en teorías de conspiración judías o a negar el Holocausto (Bilewicz y otros, 2013; Nefes, 2013); las personas con creencias de la Nueva Era son más propensas que los católicos a creer en las teorías conspirativas del tipo de El código Da Vinci (Newheiser y otros, 2011); los aficionados al fútbol americano que viven fuera de Nueva Inglaterra son más propensos que los aficionados de Nueva Inglaterra a creer que Tom Brady, el quarterback de los New England Patriots, conspiró para desinflar sus balones y amañar un partido (Carey y otros, 2016).

El United Airlines Flight 175 impacta en la Torre Sur del World Trade Center el 11 de septiembre de 2001. Foto: J. Celardo.
El United Airlines Flight 175 impacta en la Torre Sur del World Trade Center el 11 de septiembre de 2001. Foto: J. Celardo.

Las élites también tienen una gran influencia en las creencias conspirativas. Los republicanos siguen creyendo que el cambio climático es un engaño entre otras cosas porque que los líderes de su partido presentan constantemente estas teorías (Uscinski y otros, 2017). Por ejemplo, el senador James Inhofe llegó al Senado con una bola de nieve y la presentó como prueba de que el calentamiento global era una conspiración (Bump, 2015). Cuando los líderes defienden las narrativas de la conspiración, les resulta fácil convencer a los seguidores con altos niveles de pensamiento conspirativo (Atkinson y DeWitt, 2018).

El estatus es un factor adicional. Las teorías de la conspiración tienden a abundar más entre los perdedores que entre los ganadores. Antes de las elecciones, y si los factores son los mismos para ambos, los miembros de ambas partes sospechan que el otro lado está tramando un fraude. Pero, después de las elecciones, los perdedores tienden a afirmar que ha habido juego sucio, mientras que los ganadores tienden a estar satisfechos con los resultados (Edelson y otros, 2017).

Volviendo a las cartas al editor de datos que hablamos antes, vemos que durante la presidencia de un republicano, las teorías conspirativas tienden a acusar a los republicanos de conspirar; pero, durante la presidencia de un demócrata, las teorías de la conspiración tienden a acusar a los demócratas de lo mismo (Uscinski y Parent, 2014). En este sentido, las teorías de la conspiración pueden ser una herramienta que los perdedores utilizan para reagruparse tras la derrota y generar acciones colectivas contra un enemigo más poderoso.

Las teorías de la conspiración parecen haber cobrado fuerza tras las elecciones de 2016. Los demócratas han estado en alerta máxima porque están fuera del poder: se han involucrado en numerosas teorías de conspiración y han sido bastante susceptibles a los bulos (Coppins, 2017; Beauchamp, 2017; Dickey, 2017). Era de esperar; lo que no se esperaba era el uso de teorías conspirativas por parte de los republicanos, dado su estatus ganador. Esto se explica en parte porque Donald Trump no era un candidato corriente. Cuando entró en las primarias republicanas, no podía competir contra sus veinticinco oponentes en el terreno de juego normal; no podía superarlos en republicanismo porque no era muy republicano, ni podía afirmar que tenía más experiencia, ya que no tenía ninguna. Por eso, necesitó cambiar las reglas del juego, y para eso usó teorías de la conspiración. En la retórica de Trump, todo el establishment estaba corrupto, por lo que se deduce que aquellos que habían pasado tiempo en él también eran corruptos. Esto cambió el significado de la experiencia, y convirtió en un lastre la extensa experiencia en el gobierno de Jeb Bush y más tarde la de Hillary Clinton. La retórica de la conspiración de Trump atrajo al ala conspirativa del Partido Republicano hacia su bando, y las encuestas muestran que los partidarios de Trump eran más propensos a creer en teorías de la conspiración que los partidarios de otros candidatos (Cassino, 2016).

Buzz Aldrin en la superficie de la Luna… ¿o en un estudio cinematográfico en Nevada? Foto: NASA.
Buzz Aldrin en la superficie de la Luna… ¿o en un estudio cinematográfico en Nevada? Foto: NASA.

El resultado final es que Estados Unidos tiene ahora un presidente inmerso en el uso constante de teorías de la conspiración, porque ha basado sus apoyos en este tipo de personas y le toca bailar con los que lo han traído a la fiesta. No parece, al menos todavía, que la creencia en teorías conspirativas haya aumentado mucho en los últimos años; en cambio, las teorías conspiratorias se han vuelto más prominentes en la retórica de nuestras élites y en los medios (Uscinski, 2018).

Me gustaría presentar soluciones simples para luchar contra las teorías de la conspiración, pero no creo que existan. Es difícil corregir estas creencias conspirativas entre los individuos (Nyhan y Reifler, 2010) y, hasta que las élites políticas las rechacen, seguirán teniendo un gran altavoz. Estudiar el tema ya es un desafío en sí mismo, porque los devotos teóricos de la conspiración se resisten a ser estudiados y a la noción de que sus creencias podrían estar basadas en algo que no sea una valoración objetiva de las pruebas. Me dicen a menudo que soy un agente del gobierno o de una élite satánica (para que quede constancia, ni una cosa, ni otra). También me dicen que la expresión teoría de conspiración la inventó la CIA para cerrar el debate sobre el asesinato de Kennedy. Pero no fue la CIA (McKenzie-McHarg, 2018) y, si fueron ellos, no les dio mucho resultado, porque las teorías del asesinato de Kennedy parecen ser las más populares en Estados Unidos (Swift, 2013).

Todos somos víctimas alguna vez de las teorías de la conspiración. Suelen ser entretenidas y apasionantes porque la fórmula es excelente: villanos malvados sin escrúpulos que se aprovechan de víctimas inocentes. Quizá suene a tautología, pero cuando creemos en una teoría de la conspiración es porque creemos que es verdad, no nos parece dudosa. Nadie piensa que cree en teorías de la conspiración; piensa que cree en hechos y conspiraciones reales. Por eso es imprescindible conocer nuestros propios prejuicios, someter nuestras propias creencias a escrutinio y ser conscientes de que algunas de las creencias más sagradas para nosotros pueden no ser más que teorías de la conspiración.

Referencias

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Joseph E. Uscinski es profesor asociado de Ciencias Políticas en la Facultad de Artes y Ciencias de la Universidad de Miami. Estudia teorías de la conspiración, opinión pública y medios de comunicación. Es coautor de American conspiracy theories (Oxford, 2014) y editor de Conspiracy theories and the people who believe them (Oxford, 2018). Participó como ponente en la Conferencia CSICon 2018.


Publicado originalmente bajo el título “Conspiring for the common good” en el volumen 43, número 4 (julio / agosto de 2019) de Skeptical Inquirer, la revista del Centro para la Investigación Escéptica (CSI).

Traducción de Cristina Macía.